Los riesgos de la prostitución
Llegó el sábado, y el cuerpo de Paolo lo sabía... lo sabía porque era el día que solía atender a más clientes. Cinco agendados para ese día. Se duchó como todas la mañanas, refregando sus partes íntimas para emanar olores agradables cuando le besaran. Desayunó su café con leche de siempre, y salió apresurando el paso, pues su primer cliente lo había citado a las nueve de la mañana. Por suerte y llegó a tiempo. Se trataba de un señor de cuarenta y tantos años, que solo pedía masturbación debido a que el horario de su trabajo no le permitía disfrutar del servicio completo. Aún así, Paolo le cobró cincuenta de más: la eyaculación es un servicio extra.
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El segundo cliente había pedido el servicio para el medio día. Este incluyó sexo oral y penetración (sin eyaculación), por lo que el precio fue el estándar: ochenta dólares. Lo mismo sucedió con el tercero, y con el cuarto, que terminó a las ocho de la noche. Si todo iba bien, ese día recibiría más de cuatrocientos dólares, lo suficiente para completar el pago de sus estudios, que realizaba cada fin de mes.
La prostitución fue un trabajo al que Paolo se había acostumbrado. Llevaba más de un año, y desde que empezó, le fue de maravilla. El color de su piel, sus ojos azulados, y el porte militar; le ayudaron a convertirse en el más cotizado de todos los que se dedicaban al negocio. Claro que, como todo trabajo, tenía sus riegos, no solo a las enfermedades, sino también a los clientes (algunos eran fetichistas de extremo), pero fue ganando experiencia con el tiempo, y tampoco pensaba dedicarse por siempre a vender su cuerpo.
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El quinto y último cliente lo había citado a las once de la noche. Paolo aprovechó para ducharse por tercera vez, y cenar cerca de la plaza donde vivía el cliente. Llegado el momento, caminó hasta la dirección donde haría el trabajo, en un edificio de veinte pisos. Marcó el ciento diez. «¿Sí?... ¿Buenas noches?», contestó una voz gruesa. «¡Hola! Soy Paolo, ¿te acuerdas de mí?». La puerta principal se abrió. El conserje del edificio se encontraba durmiendo. Paolo preguntó por el departamento ciento diez, tuvo que levantar la voz para que le escuchase, «...por el ascensor, al piso diez», dijo el conserje con desgano. Paolo subió por el ascensor. Al llegar se encontró con un pasadizo largo, iluminado débilmente por faroles empotrados en cada departamento. Se detuvo frente al número ciento diez, y antes de poder llamar a la puerta, esta se abrió dejando una delgada abertura. Paolo ingresó empujando y cerrando la puerta. Por dentro se encontró con una decoración de gusto antiguo. Las ventanas eran largas, de madera, y recubiertas con cortinas de seda que iban desde el techo hasta el ras del suelo. «¿Hola?», preguntó Paolo. «¡Es por aquí!», se escuchó una voz desde una de las habitaciones. Paolo cruzó la sala hasta un pasillo. Ahí encontró una puerta totalmente abierta. Se asomó lentamente, y vio a un hombre de rodillas vestido como un personaje de anime. «Antes de comenzar, debo cobrarte el servicio», dijo Paolo. «Está sobre la veladora», señaló el hombre. Paolo se acercó, había quinientos dólares. «No tengo cambio de cien», dijo Paolo. «Es todo para ti. Te quiero por toda la noche», contestó el hombre. Paolo desistió, «no creo que eso sea posible...». «Te doy ochenta dólares», le interrumpió el hombre. «No, no es por el dinero. Lo que pasa es que debo...». «Te doy mil dólares», volvió a interrumpir el hombre. «¡Te volviste loco!», dijo Paolo. «Probablemente, pero te quiero conmigo toda la noche. Si no lo dejamos ahí y llamo a otro», dijo el hombre con decisión. «¡NO, NO! Está bien. Acepto... Pero antes págame». El hombre se puso de pie y se acercó al velador, abrió uno de los cajones y sacó el resto del dinero. Paolo lo tomó y lo guardó en su pantalón. «¿Qué deseas que haga?», preguntó Paolo. «Quiero que te vistas así como yo y que me penetres», contestó el hombre. Paolo frunció la ceja, pero acató la orden. Se desvistió y se puso el traje de anime. «Coge esta navaja y finge ser un asesino», dijo el hombre alcanzándole una navaja con sangre, «tranquilo, que es de mentira», recalcó. Paolo la tomó y esperó la siguiente orden. De pronto, la puerta del departamento estalló, ocasionando un estruendo en todo el edificio. Paolo quedó paralizado. Varios pasos se escucharon entrar con gran agilidad al departamento. «¡PONGAN LAS MANOS SOBRE LA CABEZA Y TÍRENSE AL SUELO!», gritó un policía apuntando con un arma. Paolo quedó petrificado. «¡FUE ÉL, FUE ÉL, OFICIAL, YO NO LO HICE!», comenzó a gritar el hombre. «¡SILENCIO!», gritó con autoridad un segundo oficial, «quedan arrestados por homicidio calificado. Tienen derecho a guardar silencio, de lo contrario, cualquier declaración podrá ser usada en su contra», sentenció el oficial. Otros oficiales se sumaron a la acción y le quitaron la navaja a Paolo, y lo esposaron junto al hombre que continuaba acusándole. Paolo aún no salía del estado de shock emocional. Los oficiales llevaron a los presuntos culpables hasta la calle, donde encontraron a la prensa acosándolos con miles de preguntas. Paolo y el hombre subieron a una camioneta de la policía. «¿Qué es todo esto?», le preguntó Paolo al hombre, este lo ignoró y volteó la cabeza hacia la ventana.
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Al llegar a la estación policial, los dos fueron puestos en una carceleta. «Aquí esperarán hasta que vengan los investigadores», dijo un oficial.
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Horas después, un tipo de terno con presencia autoritaria ingresó a la carceleta, y fue directo donde Paolo. Era el investigador a cargo. «¿Conoces a este hombre?», le preguntó. «No, señor. Él me contrató para darle un servicio». «¿Qué tipo de servicio?», le volvió a preguntar. «Sexual... soy prostituto gay, señor», contestó Paolo. «¿Esto es tuyo?», dijo el investigador mostrando el teléfono de Paolo. «Sí, señor, es mío». «Sáquenlo de aquí», ordeno el investigador. Paolo fue desposado y llevado a otra habitación. Minutos después, el investigador ingresó. «Ese hombre intentó incriminarte de un asesinato... ya revisamos tu teléfono, y hemos verificado a qué te dedicas. Puedes irte», le dijo el investigador con seriedad. Un oficial trajo en una bolsa sus pertenencias. Paolo rompió el traje de anime que llevaba puesto, y se volvió a poner su ropa. Guardó su teléfono y el dinero que había cobrado.
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Aunque ese día ganó más de mil dólares, el susto de la desabrida experiencia y la fama de prostituto gay con la que le etiquetaron en los noticieros, nada valía tanto como para haber perdido la integridad. Ahora solo le quedaba levantar la cabeza y esperar que el tiempo se encargue de devolverle el orgullo y el perdón de sus padres. Por lo pronto, pagó cuatro meses más de universidad.